martes, agosto 15, 2006

Jamón Serrano

Mi destino quiso que entrara en la fortaleza de Castilla y recorriera una zona de mucho prestigio y con un hedor suspicaz. Aparecí por el suelo, salí del hormiguero del metro y empecé a andar por una empinada y cansada cuesta. En mi acera, las tiendas recorrían mi caluroso paseo. Allí se encontraban las mejores telas y harapos de toda la región. Los bares disponían de pequeñas y ultrajosas terracitas donde los amanerados podían tomarse su aperitivo y luego caminar por la amplia fachada social con un palillo entre sus blanquecinos y distinguidos dientes.

Mi calor esa sofocante, pero no podía sentarme en una de esas mesas con mantel de tela a tomar algo, no tenia dinero, distinción o estupidez alguna. Encontré a una aguadora mayor, un poco borde eso sí, pero que desde su puestecito de helados me dio algo para calmar mi sed a un módico precio.

Los lujosos y abrillantados coches no cedían el paso a los peatones y en más de una ocasión me jugué la vida por casi ser atropellado por una Mercedes o sucedáneo alguno. Mi camino proseguía y a todos lados señoras y señoritas con sus mejores trapos paseaban como su fueran la protagonista de la última ópera de moda. No se quitaban a mi paso, siempre era yo el que cedía. Se creían reinas del engaño, la burguesía y la belleza. Los hombres tampoco eran muy diferentes, con sus trajes o polos con cocodrilos grabados en su pecho. Se hacían los interesantes consultando un periódico inglés o descifrando la bolsa en una revista económica local. Los que no sabían leer, que eran en su mayoría, se refugiaban con gafas oscuras y caminaban mirando el suelo y procurando que se viera su móvil de última generación. Había alguno tan estúpido que hablaba sólo para pasear a tan tecnológico aparato y otras se palpaban sus collares de oro o sus pechos de silicona barata.

Tanta gente serrana me cansó y pronto me aconteció algo que provocó mi odio hacia esa burguesía embustera. Me detuve un momento a ver el desmesurado precio que la gente pagaba por un trapo hortera o vestido de diseño, como quieran llamarlo, cuando a una mujer le habían sustraído su cartera de piel de oso. Al momento todo el mundo me miró a mí y empezaron a llamar a los perros azules. De nada sirvieron mis explicaciones, no era más que una hormiga salida del apestoso metro. Me empezaron a señalar, insultar e incluso agredir, tuve que lanzar algún que otro escupitajo directo a los ojos de las señoras para poder escapar de estos tocinos serranos. Corrí por las callejuelas sin saber donde iba, mi corazón estaba a punto de estallar cuando decidí introducirme en la primera tienda que encontré.

Descubrí un mausoleo, un montón de libros apilados en estanterías de madera de haya. Disimulé mirando libros y cuando vi que la policía pasaba delante de la tienda cogí uno y me tapé la cara, como si estuviera leyendo. Aquel libro que cogí al azar y que me salvó de una buena se trataba del Ensaño sobre la ceguera de José Saramago. Un libro que indica lo ciega que está la sociedad y la ruindad de muchos serranos que por su bien y por sus prejuicios estúpidos son capaces de arrasar con todo. Espero que nunca se encuentren con un serrano.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que seres tan odiosos los pijos. No merecen vivir en este impio mundo. Ja ja ja ja.

Anónimo dijo...

guau!!!! me ha gustado bastante, descreibes muy bien esa parte de la sociedad y si la verdad no se que se creen pues son gente normal, en fin... sigue escribiendo que... YA HE VUELTO!!!!!!!!!!!!