Mi destino quiso que entrara en la fortaleza de Castilla y recorriera una zona de mucho prestigio y con un hedor suspicaz. Aparecí por el suelo, salí del hormiguero del metro y empecé a andar por una empinada y cansada cuesta. En mi acera, las tiendas recorrían mi caluroso paseo. Allí se encontraban las mejores telas y harapos de toda la región. Los bares disponían de pequeñas y ultrajosas terracitas donde los amanerados podían tomarse su aperitivo y luego caminar por la amplia fachada social con un palillo entre sus blanquecinos y distinguidos dientes.
Mi calor esa sofocante, pero no podía sentarme en una de esas mesas con mantel de tela a tomar algo, no tenia dinero, distinción o estupidez alguna. Encontré a una aguadora mayor, un poco borde eso sí, pero que desde su puestecito de helados me dio algo para calmar mi sed a un módico precio.
Los lujosos y abrillantados coches no cedían el paso a los peatones y en más de una ocasión me jugué la vida por casi ser atropellado por una Mercedes o sucedáneo alguno. Mi camino proseguía y a todos lados señoras y señoritas con sus mejores trapos paseaban como su fueran la protagonista de la última ópera de moda. No se quitaban a mi paso, siempre era yo el que cedía. Se creían reinas del engaño, la burguesía y la belleza. Los hombres tampoco eran muy diferentes, con sus trajes o polos con cocodrilos grabados en su pecho. Se hacían los interesantes consultando un periódico inglés o descifrando la bolsa en una revista económica local. Los que no sabían leer, que eran en su mayoría, se refugiaban con gafas oscuras y caminaban mirando el suelo y procurando que se viera su móvil de última generación. Había alguno tan estúpido que hablaba sólo para pasear a tan tecnológico aparato y otras se palpaban sus collares de oro o sus pechos de silicona barata.
Tanta gente serrana me cansó y pronto me aconteció algo que provocó mi odio hacia esa burguesía embustera. Me detuve un momento a ver el desmesurado precio que la gente pagaba por un trapo hortera o vestido de diseño, como quieran llamarlo, cuando a una mujer le habían sustraído su cartera de piel de oso. Al momento todo el mundo me miró a mí y empezaron a llamar a los perros azules. De nada sirvieron mis explicaciones, no era más que una hormiga salida del apestoso metro. Me empezaron a señalar, insultar e incluso agredir, tuve que lanzar algún que otro escupitajo directo a los ojos de las señoras para poder escapar de estos tocinos serranos. Corrí por las callejuelas sin saber donde iba, mi corazón estaba a punto de estallar cuando decidí introducirme en la primera tienda que encontré.
Descubrí un mausoleo, un montón de libros apilados en estanterías de madera de haya. Disimulé mirando libros y cuando vi que la policía pasaba delante de la tienda cogí uno y me tapé la cara, como si estuviera leyendo. Aquel libro que cogí al azar y que me salvó de una buena se trataba del Ensaño sobre la ceguera de José Saramago. Un libro que indica lo ciega que está la sociedad y la ruindad de muchos serranos que por su bien y por sus prejuicios estúpidos son capaces de arrasar con todo. Espero que nunca se encuentren con un serrano.
2 comentarios:
Que seres tan odiosos los pijos. No merecen vivir en este impio mundo. Ja ja ja ja.
guau!!!! me ha gustado bastante, descreibes muy bien esa parte de la sociedad y si la verdad no se que se creen pues son gente normal, en fin... sigue escribiendo que... YA HE VUELTO!!!!!!!!!!!!
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